Elena y Mateo te cuentan su viaje a Las Islas de Tahití

Miré a Mateo y le dije “hoy no se mira más el panel, no hay mejor destino que el nuestro".

Siempre que voy al aeropuerto me detengo unos minutos para mirar la pantalla de “salidas” y fantaseo con viajar a los diferentes destinos que aparecen en ella. Pero el 29 de marzo, cuando localicé nuestro vuelo de Air France entre todos los demás, recuerdo perfectamente cómo miré a Mateo y le dije “hoy no se mira más el panel, no hay mejor destino que el nuestro”. Un Airbus 380, el avión de pasajeros más grande del mundo nos esperaba, grandes naves para grandes objetivos. Volamos a París, Los Ángeles y por fin… Tahití. No engañaremos a nadie, el trayecto es largo, pero sinceramente creo que ahí radica también parte del encanto de este viaje, darte cuenta que vas al otro lugar del mundo.

La llegada

Uno baja del avión como si de cualquier ciudad se tratara pero nada más atravesar las puertas del aeropuerto empieza la avalancha de nuevas sensaciones. Un grupo de bailarinas te recibe con sus danzas exóticas mientras que hombres en pareo cantan acompañando el ritmo de sus ukeleles. No hay otra forma de describirlo: te quedas en shock, y aun sin tiempo para asimilarlo recibes tu primer collar de flores, tu primer contacto con la flor de tiaré. Nos dirigimos a nuestro hotel “Radisson Plaza” donde nos esperaba una habitación con vistas a las playas de arena volcánica y un jacuzzi con flores. Imposible no recordar aquella primera noche en la que ningún sueño podría igualar a la realidad que estábamos viendo.

Iorana Tahití

En Polinesia el ritmo de vida es calmado pero madrugador y a las 6 de la mañana tienes que estar desayunando para poder aprovechar el día, tranquilos, a esa hora ellos ya te estarán esperando con sus sonrisas y toda la ciudad en marcha. Salimos de nuestro hotel y decidimos tomar el transporte público para dar una vuelta a la ciudad. Siempre nos gusta mezclarnos con la gente local y la seguridad que se respira en Polinesia te permite vivir experiencias como esta. Caminamos por las calles y visitamos su famoso ayuntamiento pero lo que en realidad nos moríamos por conocer era el mercado. Hablar francés es una ventaja para el viajero pero para nuestra sorpresa había comerciantes que hablaban español y nos introdujeron de lleno en la cultura polinesia: la vainilla, el coco, las camisas y pareos de flores, los bolsos y sombreros de fibra natural hechos con trenzados imposibles y como no, la estrella del lugar: el aceite de monoi.

Ataviados con una flor en la oreja (lado izquierdo para comprometidos, derecho para solteros), continuamos recorriendo las calles dirección al paseo marítimo. Las guías de viaje no mienten, la mezcla de culturas de Tahití es impresionante y la mejor manera de comprobarlo es acercarse a las “Roulottes” que sirven de restaurantes móviles y ofrecen a turistas y locales los más variados menús: comida asiática, europea y polinesia se mezclan en unos pocos metros cuadrados. Disfrutar de una refrescante Hinano viendo atardecer fue el mejor punto final a un intenso día de turismo.

Moorea, la isla más salvaje

Moorea, situada justo en frente de Tahití, era nuestra segunda isla destino. El viaje en barco es sin duda la mejor opción para este trayecto, ya no solo por las vistas de ambas islas elevándose en el mar, sino por poder ver a los lugareños disfrutando de sus deportes náuticos, el color cambiante de las aguas y si tenéis la misma suerte que nosotros, algunos delfines vendrán a acompañar al barco en su recorrido. ¿Qué más se puede pedir?

Una vez en tierra de nuevo un collar de flores y traslado al hotel “Sofitel Ia Ora”. Cuando nos dieron la llave y vimos que correspondía con un bungalow “over-water” nos quedamos sin habla. El cuidado con el que están diseñadas esas cabañitas sobre el mar y el lujo que puedes encontrar en su interior es extraordinario: desde deliciosos macarons ofrecidos a la entrada hasta la increíble ducha exterior o el cristal en el suelo para ver los peces pasar bajo tus pies, nada está dejado al azar. Dicen que el verdadero lujo de la Polinesia está en las aguas así que cogimos nuestro snorkel y nos dispusimos a disfrutar de los miles de peces de colores con solo bajar las escaleras de la habitación. Recuerdo como viendo atardecer en ese mágico lugar surgió el primer y repetido “yo de aquí no me marcho”.

Al día siguiente tocaba disfrutar de Moorea, por lo que después de un exquisito desayuno a base de frutas tropicales y bollería francesa viendo amanecer, comenzamos con nuestra agenda de actividades. La primera parada fue en el “Moorea Dolphin Center”, donde aprendimos acerca de la biología y costumbres de los delfines de las aguas del Pacífico, jugamos con ellos, y finalmente tuvimos la oportunidad de nadar agarrados a sus aletas ¡toda una experiencia!

Siguiendo con nuestro programa, acudimos a ATV Moorea Tours para realizar una emocionante excursión de tres horas en quad. Yo nunca había conducido este tipo de vehículos pero la aventura nos llamaba y fue una experiencia de esas que estoy segura recordaré siempre. Recorrimos plantaciones de piñas, subimos al Belvedere, donde se puede observar una vista panorámica de la isla increíble, probamos mermeladas de vainilla, tiaré y frutas tropicales, atravesamos ríos y finalizamos con una trepidante subida no apta para cardiacos a la "Montagne Magique".

Aún con la adrenalina en el cuerpo volvimos al hotel a disfrutar de una excepcional cena a la luz de las velas con platos dignos del mejor de los restaurantes gourmet. Y aunque el día parecía haber finalizado todavía nos quedaba una experiencia más: el show nocturno del “Tiki Village”, una aldea que conserva el pasado de la cultura polinesia y ofrece la oportunidad a los turistas recién casados de celebrar una boda según las costumbres y atuendos del país. Cierto es que el espectáculo de danza no cuenta con demasiados bailarines, pero en cuanto encienden las antorchas y empiezan a bailar, viendo como se entremezclan el fuego con los cuerpos de mujeres y hombres vestidos con esos trajes sugerentes y esos movimientos sensuales y tribales, te quedas completamente absorto. Es ahí cuando realmente entiendes por qué tantos conquistadores cayeron rendidos ante las mujeres polinesias y decidieron no volver a sus tierras natales.

Un paraíso de revista

Un nuevo amanecer nos llevó a una nueva isla, tomamos el avión y nos dirigimos a Bora Bora, isla soñada por turistas y famosos y destino de luna de miel de unos pocos afortunados. Tomamos una lancha que nos llevó a nuestro nuevo hotel “Sofitel Private Island”. Con emoción y nerviosismo observamos como en el muelle nos estaban esperando para recibirnos con dos cocos recién cortados, collares de flores, la clásica toallita refrescante perfumada en tiaré y un grupo de música dándonos la bienvenida con sus cánticos y ukeleles. El hotel está ubicado en un enclave privilegiado: una isla privada rodeada de un jardín de coral donde con solo asomarte puedes observar cientos de peces de colores y con suerte alguna cría de tiburón o las famosas rayas. Cuidado hasta el último detalle, este es sin duda un lugar para deleitar los sentidos y dejarse llevar, disfrutar de las impresionantes puestas de sol en la cima de su colina, recorrer en piragua los corales, o tomar un delicioso desayuno en lo alto de su restaurante, observando el horizonte y dejando que la brisa te traiga de nuevo esa mezcla de embriagadores olores. Un lugar donde sin duda comprendes la fortuna de estar en ese punto del mundo.

Pero nuestro programa continuaba y ese día correspondía con uno de los momentos más esperados e importantes para mí: la visita al centro de recuperación de tortugas marinas. Como recordaréis aquellos que leísteis mi relato, fueron las tortugas y mi futura profesión como veterinaria lo que me introdujo en esta aventura, y uno de los objetivos de mi viaje era conocer el admirable trabajo del equipo que conforma la asociación “Te Mana O Te Moana”. Situada en las instalaciones del hotel Le Meridien es un remanso de paz para las tortugas que, afectadas por diversas patologías o el ataque de la pesca furtiva, reciben todas las atenciones necesarias para recuperar la salud y poder volver a disfrutar de la libertad en ese paraíso que es su casa. Nos mostraron las instalaciones, hablamos de futuro y de la posibilidad de un trabajo en dicho lugar y, para finalizar, tuvimos la oportunidad de compartir unos inolvidables minutos nadando con estos animales que me resultan tan fascinantes. No puedo recordar este momento sin emocionarme y sin sentirme una vez más completamente agradecida por haber tenido la fortuna de cumplir este sueño que parecía tan lejano.

Amanecimos un día más en Bora Bora y decidimos ocupar el día en conocer más a fondo los secretos de este atolón. Tomamos un barquito que nos llevó a recorrer todo el perímetro de la isla, intercalando las explicaciones con canciones internacionales “a la polinesia” hasta llegar a la primera parada: el encuentro con rayas y tiburones limón. Como si de perros mansos se tratara, los animales se acercaban con curiosidad a los turistas y todos tuvimos nuestra oportunidad sentir el extraño tacto de su piel y fotografiarnos con ellos. De nuevo en el barco, bordeamos casas de famosos y motus hasta llegar a una pequeña isla familiar donde disfrutamos de una auténtica comida polinesia a base de pescado crudo y exóticas salsas. Aprendíamos las infinitas maneras de ponerse un pareo y conversamos con los lugareños sobre costumbres y tradiciones.

Donde Pacífico y lagoon se encuentran

Al día siguiente tomamos nuevamente un avión para conocer dos islas del archipiélago de las Tuamotu. Rangiroa fue nuestro primer destino. Lo primero que comprobamos ya desde el avión es que estas islas nada tenían que ver con lo visto anteriormente. Un remanso de agua cristalina o lagoon, bordeado por una lengua de tierra que la separaba del océano. Esta vez no había montañas ni nubes coronándolas, solo playas infinitas, palmeras y sol. Tras recibirnos en el aeropuerto con una sonrisa y un nuevo collar de flores, nos dirigimos a nuestro hotel “Kia Ora Resort & Spa”. Este complejo está inmerso en un mar de palmeras y árboles floridos pero sin faltar sus playas de arena blanca ni sus bungalows sobre el agua. Esta vez no estábamos alojados en uno de ellos pero sus homólogos en tierra eran igualmente impresionantes: una habitación enorme y luminosa con decoración típica y terraza con piscina privada. Personalmente me sentí dentro de uno de esos documentales en los que te cuentan dónde se alojan los famosos cuando viajan a los mejores destinos del mundo.

El hotel cuenta con servicio de alquiler de bicicletas por lo que decidimos aventurarnos a recorrer la carretera que la bordea la isla para llegar a “Tiputa Pass”, un punto donde la tierra pierde su continuidad y las aguas de lagoon y el océano se encuentran. Lugareños y turistas se encuentran al atardecer en ese punto para, con suerte, ver saltar los delfines que cruzan. Sin duda una experiencia mágica.

No quisimos perder la oportunidad de realizar una inmersión de submarinismo en el lagoon, por lo que de la mano de Top Dive contratamos un bautismo de buceo. No era la primera vez que lo hacíamos pero ninguno teníamos el título que nos acreditase para poder sumergirnos a grandes distancias, ¿la realidad? Fue igualmente impresionante. Bajamos a 6 metros de profundidad y nadamos con tiburones, bancos enormes de peces y visitamos el hogar de morenas y crustáceos. Estar ahí abajo es como vivir en otro planeta, ver animales nunca antes conocidos más allá del televisor y ver como se desenvuelven en libertad fue algo impagable.

Tikehau, una isla para perderse

Con el moreno ya instalado en nuestras pieles y el olor a monoi acompañándonos nos dispusimos a conocer la quinta y última isla de nuestro viaje: Tikehau. Situada también en el archipiélago de las Tuamotu, posee un increíble lagoon rodeado de playas de arena con reflejos rosados fruto del color de los corales que componen su fondo marino y que poco a poco se van depositando en la orilla. Nos alojamos en el hotel “Pearl Beach Resort” y esta vez probamos un bungalow en tierra donde lo único que nos separaba de la orilla del mar eran dos hamacas blancas trenzadas, de esas que siempre se ven en los catálogos de viajes. Una vez más no puedes evitar sentirte la persona más afortunada del mundo.

Contábamos con dos jornadas en Tikehau y no pensábamos desaprovecharlas. Decidimos probar suerte e ir en busca de las famosas “mantas diablo” al fondo del lagoon en una nueva inmersión de submarinismo. No solo lo conseguimos sino que, como si de una película se tratara, uno de estos imponentes animales de casi 2 metros decidió pararse junto a nosotros y realizar una especie de baile antes de alejarse suavemente. ¡Estas cosas sólo pueden pasar en Polinesia!

Recorrer la isla en bicicleta fue nuestra elección para el segundo día y fue sin duda una decisión acertada. Los caminos te conducen por paisajes llenos de cocoteros y casitas de gente local, un entorno único y natural completamente diferente a lo visto anteriormente. Verdes intensos entremezclados con los amarillos y rojos de las flores, olor a leña quemada y una brisa húmeda impactando contra tu piel. Esta pequeña escapada nos permitió hacer algunas de las mejores fotografías del viaje y fue un dulce último recuerdo de nuestro paso por las islas del Pacífico Sur.

Quiero detenerme a comentar una anécdota de este día y que para mi resumió muy bien la esencia de este maravilloso país y su gente. Tanto querer hacer fotos espectaculares hizo que nos desviáramos un poco del camino principal y, parándonos a refrescarnos junto a una plantación de cocoteros, se nos acercó un hombre con un machete. Tenía el gesto serio y paso decidido, e inevitablemente pensamos que aquel señor estaba enfadado por haber invadido parte de lo que parecía ser su parcela. Cuál fue nuestra sorpresa cuando en un instante el gesto se transformó en sonrisa, tomó dos cocos de un montón, los abrió y diciendo cuatro palabras en un idioma desconocido nos los ofreció para beber su agua. Nos abrió otros dos para comer su carne y nos enseñó orgulloso las vistas desde su casa. Cierto es que la Polinesia es lujo, pero lo que me maravilla realmente de este viaje es haber descubierto que lo es en todos sus sentidos: hoteles de ensueño, paisajes de postal y gente siempre alegre dispuesta a ayudarte con una sonrisa.

El paraíso sí existe, está en Polinesia

No sé si el destino nos volverá a encontrar con estas tierras paradisiacas, ojalá se cumpla ese sueño, pero lo que sí espero es haber podido traer a todos los lectores un pedacito de ellas, esa inyección de exotismo que hace que la idea de un viaje perfecto ronde tu mente y te salve de la rutina hasta conseguir hacerlo realidad.

Por último no puedo terminar este relato sin dar de todo corazón gracias a Atout France, Bodaclik y Air France por esta experiencia única que ya decora toda mi casa. Gracias por el cuidado y cariño con el que han planeado todo este viaje de ensueño, consiguiendo transmitirnos desde el primer momento su pasión por este destino. Gracias por permitirnos vivir todos estos momentos que quedarán en nuestras mentes por siempre y que nos han reafirmado sin duda en nuestra sospecha de que el paraíso sí existe, está en Polinesia.


Para saber más:

A leer también:

Cita en Las Islas de Tahití